28 de marzo de 2024

La voz del padre Mora

La voz del padre Joaquín Mora no fue escuchada por sus asesinos. La pregunta es si la escucharemos nosotros, pues un país que asesina a sus mejores personas, incluso a sus santos, no puede estar en el camino correcto

por Martín Solares

 Si el padre Joaquín César Mora Salazar supiera que se habla de él en tantos países, se sentiría profundamente incómodo, y con la modestia que lo distinguió nos invitaría a no perder tiempo en su persona, sino a prestar atención al tema que él consideraba en verdad importante: la pobreza extrema, la agresiva diferencia de condiciones entre los que tienen de sobra y los que no tienen nada. Preocupado por hacer el bien de forma discreta, le molestaba atraer los reflectores hacia sus labores de caridad.

Por desgracia es difícil mirar a otra parte: el asesinato que terminó con su vida y la del padre Javier Campos quedará marcado en la historia de México como el día en que la impunidad organizada transgredió límites nunca vistos y ultimó a dos irreprochables hombres de bien.

La primera impresión que uno se llevaba del padre Mora, siempre pasajera, consistía en advertir la extrema humildad de sus ropas y la calma con que hablaba. La segunda y definitiva era que bajo el más exigente punto de vista era un hombre que vivía de acuerdo a la imagen que tenemos de la santidad.

De los cuatro votos que hacen los jesuitas (obediencia, castidad y pobreza, más un cuarto de obediencia expresa al Papa), Mora aplicó de modo radical el voto de pobreza en cada instante de su vida. Baste decir que al jubilarse como profesor cedió su jubilación a la colonia Pescadores, y que al momento de morir, todas sus posesiones materiales cabían en una maleta.

El padre Joaquín no se permitía poseer nada fuera de lo esencial mientras sus vecinos carecieran de lo elemental: medicinas, comida para el día, ropa, un refugio. Apenas se le conoció una decena de camisas a cuadros, de manga corta, un par pantalones de mezclilla desgastados, una backpack y un termo metálico que parecían comprados en el Ejército de Salvación.

Quienes le obsequiaban una camisa o algo de dinero sabían que esa misma semana el padre Mora los repartiría entre los habitantes de los barrios más menesterosos de Tampico: la Colonia Morelos, el Cascajal e incluso las chozas más endebles de la colonia Pescadores, donde se le debe la construcción de la Capilla de San Rafael Arcángel.

Las personas que hacían obras de caridad en los sitios más necesitados de Tampico no tardaba en toparse con el padre Joaquín: en refugios para migrantes centroamericanos, como la «Posada del Peregrino», cerca de la central de autobuses; en los pasillos más recónditos del hospital civil, y por supuesto, en las colonias perdidas en los confines de la ciudad, donde encontrar la siguiente comida era el primer reto del día para muchas familias.

Así, el apacible padre Mora realizaba muchas labores paralelas a lo largo de la misma semana: consuelo para los enfermos, compañía para los moribundos, apoyo para los migrantes, donación de alimentos y ropa para los que no tenían nada

La santidad requiere estupenda condición física. «En sus 65 años de servicio nunca lo vimos ni siquiera agitado, ya no se diga agotado o sin aliento», dice el profesor y escritor Gerardo Pineda. Quienes estudiaron con los jesuitas en la prepa vespertina de Tampico, cuentan que al final del día, cuando terminaban las clases, era inevitable ver al padre Mora llegar con sus tenis estropeados y su propia pelota de basquetbol a preguntar si alguien aceptaba jugar contra él.

Sólo los alumnos más pacientes y de mejor condición física, aceptaban el desafío, pues había que tener una impecable condición física para competir contra el inagotable sacerdote, que en esos juegos mostraba la agilidad de la que era capaz. A sus ochenta años aún tenía rodillas de maratonista, gracias a sus interminables caminatas por la sierra, pues entre tomar el vehículo de la compañía o atravesar los montes a pie para ir a visitar a un vecino en problemas, prefería lo segundo. Si se cansaba sacaba de su morral su muy abollado termo metálico, daba un trago a su café siempre hirviendo, y al trabajo otra vez, sobre sus desgastados huaraches, sus eternos tenis New Balance o sus enormes botas militares, aptas para caminar por los lodazales de las colonias tamaulipecas que solían inundarse.

Durante más de veinticinco años, el padre Mora convivió en el Instituto Cultural Tampico con una decena de jesuitas excepcionales, grandes maestros que destacaban por su preparación intelectual y su compromiso con los más pobres, algunos de los cuales fueron maestros también de, entre otros, Rafael Guillén Vicente, el futuro subcomandante Marcos.

Cada sábado, este grupo de jesuitas solicitaba a sus alumnos que se desplegaran en distintos puntos de la ciudad, a fin de acompañar a ancianos y enfermos en los asilos más tristes, o repartir comida, ropa y útiles escolares en los orfanatos. Con ese tipo de experiencias, ponían en contacto a sus estudiantes con el sufrimiento real. Sin duda muchos de sus alumnos son mejores personas gracias a ello.

Como sucede entre los jesuitas, el padre Mora se sentía incómodo ante el lujo y los alardes de riqueza. Aunque sus alumnas y colegas se ofrecían a llevarlo en sus autos a las colonias en las que prestaba su apoyo, él prefería moverse en el desvencijado transporte público de la ciudad: enormes autobuses sin frenos, siempre a toda velocidad, o lanchones lentos y asmáticos, provenientes de los Estados Unidos, que comunicaban a los extremos más apartados de la ciudad. Como sus hermanos jesuitas, él estaba ahí para prestar ayuda a diario y sin alardes. Su labor consistía en servir como puente entre los que tenían de sobra y los que no tienen nada. Allá escuchaba, aquí venía a interceder por aquellos.

Los rasgos más característicos de su personalidad también se manifestaban en sus clases: la lentitud para exponer los temas, y la súbita velocidad a la que nos ponían a pensar sus inteligentes preguntas. La calma que se tomaba para escribir algo a mano en el pizarrón era refutada por la velocidad de pensamiento que exigían sus exámenes escritos. Nadie diseñaba exámenes tan duros, verdaderos desafíos a la inteligencia, en los que paradójicamente, la calma era la clave para resolverlos. Quien leía y releía por lo general encontraba los trucos ocultos en las palabras, mientras que aquellos que se desesperaban cometían errores de interpretación.

El otro rasgo de sus cursos era la constancia con que, hacia el final de la clase nos invitaba a cerrar los ojos, respirar hondo y sin indicarnos que se trataba de una técnica oriental, nos daba instrucciones para realizar ejercicios que desembocaban en una meditación sobre el amor a los otros y el desprendimiento de lo material. Con la discreción que lo caracterizó, el padre Mora realizó yoga toda su vida, pues fue alumno de Swami Pranavananda Saraswati.

Si sobraba tiempo al final de sus exposiciones, solía leer en voz alta fragmentos de Mi pie izquierdo, las memorias de Christy Brown, el joven pintor inglés que venció a parálisis cerebral con una entereza inquebrantable. El testimonio era apasionante, pero el ritmo de lectura era, literalmente, moroso.

Mientras decenas de alumnos se morían por salir al recreo, el padre Mora dedicaba esos interminables minutos a leer con parsimonia al menos un capítulo de este libro, y pronunciaba con lentitud extrema cada frase, al grado que si otros maestros preguntaban si ya habíamos terminado Mi pie izquierdo, no faltaba quién replicara que seguíamos «bastante demorados» o que ya estábamos a medio semestre y apenas íbamos la altura del dedo meñique.

En realidad, el padre Mora nunca terminó de leer ese libro en uno solo de los cursos que dio y uno concluía que la vida se parece a un libro estupendo, que nunca terminaremos de leer. Lo único que sí leyó completo, y varias veces, fue un poema breve de Rabindranath Tagore: «Soñaba y creía que la vida era gozar, desperté y comprendí que la vida era servir, serví y descubrí que servir era gozar».

Este fue el caso de los sacerdotes Joaquín César Mora Salazar y Javier Campos Morales, que no dejaron frases memorables porque predicaron con el ejemplo de su último sacrificio, más elocuente que cualquier frase o programa gubernamental. Como demuestran sus vidas, hay algo mejor que cruzarse de brazos y esperar a que la violencia termine: luchar por mitigar las causas que la provocan, allí donde más hace falta, sin importar cuántos sacrificios deban realizarse.

Ellos lo hicieron, a contracorriente de la locura que ha imperado en este país en las últimas dos décadas, y su sacrificio nos cuestiona a todos: un grupo de sicarios intentó secuestrar a un vecino de Cerocahui, en Chihuahua, pero éste se habría refugiado en la iglesia, donde fue alcanzado y herido de muerte. El padre Javier Campos se habría inclinado a darle la extremaunción y fue asesinado por ello. Y el padre Mora, a pesar de que vio el peligro palpable, se acercó a interceder por ambos y fue asesinado también. Hace falta muchísimo valor para interponerse en el camino de las balas. La voz del padre Joaquín Mora no fue escuchada por sus asesinos. La pregunta es si la escucharemos nosotros, pues un país que asesina a sus mejores personas, incluso a sus santos, no puede estar en el camino correcto.