21 de noviembre de 2024

Cortázar y el box: ‘Mantequilla’ Nápoles contra Monzón

Mantequilla Nápoles: Los vestigios de una leyenda

El gran escritor argentino usó la pelea entre José “Mantequilla” Nápoles y Carlos Monzón en París para narrar la historia de tema político y policial recogida en el cuento La noche de Mantequilla

París. El río Sena. Un estadio con capacidad para 11.000 espectadores montado para la ocasión bajo una gigantesca carpa emplazada en un parque público. Una estrella de cine que oficia como promotor de boxeo. La crema del jet set francés. Dos campeones frente a frente. Una pizca de fantasía condimenta ese combo de elementos. Y una pizca de realidad sazona ese cuento en el que Julio Cortázar reconstruyó el combate que Carlos Monzón y José Mantequilla Nápoles protagonizaron el 9 de febrero de 1974.

La novena defensa del santafesino del campeonato unificado de los medianos sirvió como telón de fondo en La noche de Mantequilla, que fue publicado en 1977 como parte del libro Alguien que anda por ahí. Permitiéndose algunas licencias temporales (la pelea ocurrió durante el tercer gobierno de Juan Domingo Perón y los hechos relatados parecen transcurrir durante la última dictadura cívico-militar), Cortázar narra el encuentro, durante esa velada, entre Estévez, un exiliado argentino en París, y Walter, presumiblemente otro expatriado, para la entrega de un paquete con dinero y documentos.

Esta no era la primera vez que el boxeo, una de sus grandes pasiones, se colaba en la narración del escritor nacido en Bruselas y por entonces radicado en París. Ya había sucedido en Circe (parte de Bestiario, su primer libro de cuentos, publicado en 1951), en Torito (1956) y en El noble arte (1967). Incluso, durante una visita a Buenos Aires en abril de 1973, había escrito para la revista El Gráfico una columna sobre la pelea entre el pampeano Miguel Ángel Castellini y el estadounidense Doc Hollyday en el Luna Park.




La noche de Mantequilla
(Alguien que anda por ahí, 1977)

         Eran esas ideas que se le ocurrían a Peralta, él no daba mayores explicaciones a nadie pero esa vez se abrió un poco más y dijo que era como el cuento de la carta robada, Estévez no entendió al principio y se quedó mirándolo a la espera de más; Peralta se encogió de hombros como quien renuncia a algo y le alcanzó la entrada para la pelea, Estévez vio bien grande un número 3 en rojo sobre fondo amarillo, y abajo 235; pero ya antes, cómo no verlo con esas letras que saltaban a los ojos, MONZÓN V. NÁPOLES. La otra entrada se la harán llegar a Walter, dijo Peralta. Vos estarás ahí antes de que empiecen las peleas (nunca repetía instrucciones, y Estévez escuchó reteniendo cada frase) y Walter llegará en la mitad de la primera preliminar, tiene el asiento a tu derecha. Cuidado con los que se avivan a último momento y buscan mejor sitio, decile algo en español para estar seguro. El vendrá con una de esas carteras que usan los hippies, la pondrá entre los dos si es un tablón o en el suelo si son sillas. No le hables más que de las peleas y fíjate bien alrededor, seguro habrá mexicanos o argentinos, tenelos bien marcados para el momento en que pongas el paquete en la cartera. ¿Walter sabe que la cartera tiene que estar abierta?, preguntó Estévez. Sí, dijo Peralta como sacándose una mosca de la solapa, solamente espera hasta el final cuando ya nadie se distrae. Con Monzón es difícil distraerse, dijo Estévez. Con Mantequilla tampoco, dijo Peralta. Nada de charla, acordate. Walter se irá primero, vos dejá que la gente vaya saliendo y ándate por otra puerta.
          Volvió a pensar en todo eso como un repaso final mientras el metro lo llevaba a la Défense entre pasajeros que por la pinta iban también a ver la pelea, hombres de a tres o cuatro, franceses marcados por la doble paliza de Monzón a Bouttier, buscando una revancha vicaria o acaso ya conquistados secretamente. Qué idea genial la de Peralta, darle esa misión que por venir de él tenía que ser crítica, y a la vez dejarlo ver de arriba una pelea que parecía para millonarios. Ya había comprendido la alusión a la carta robada, a quién se le iba a ocurrir que Walter y él podrían encontrarse en el box, en realidad no era una cuestión de encuentro porque eso podía haber ocurrido en mil rincones de París, sino de responsabilidad de Peralta que medía despacio cada cosa. Para los que pudieran seguir a Walter o seguirlo a él, un cine o un café o una casa eran posibles lugares de encuentro, pero esa pelea valía como una obligación para cualquiera que tuviese la plata suficiente, y si por ahí los seguían se iban a dar un chasco del carajo delante de la carpa de circo montada por Alain Delon; allí no entraría nadie sin el papelito amarillo, y las entradas estaban agotadas desde una semana antes, lo decían todos los diarios. Más todavía a favor de Peralta, si por ahí lo venían siguiendo o lo seguían a Walter, imposible verlos juntos ni a la entrada ni a la salida, dos aficionados entre miles y miles que asomaban como bocanadas de humo del metro y de los ómnibus, apretándose a medida que el camino se hacía uno solo y la hora se acercaba.

Alain Delon, junto a Carlos Monzón y Mantequilla Nápoles.
Alain Delon, junto a Carlos Monzón y Mantequilla Nápoles.


          Vivo, Alain Delon: una carpa de circo montada en un terreno baldío al que se llegaba después de cruzar una pasarela y seguir unos caminos improvisados con tablones. Había llovido la noche anterior y la gente no se apartaba de los tablones, ya desde la salida del metro orientándose por las enormes flechas que indicaban el buen rumbo y MONZÓN-NÁPOLES. a todo color. Vivo, Alain Delon, capaz de meter sus propias flechas en el territorio sagrado del metro aunque le costara plata. A Estévez no le gustaba el tipo, esa manera prepotente de organizar el campeonato mundial por su cuenta, armar una carpa y dale que va previo pago de qué sé yo cuánta guita, pero había que reconocer, algo daba en cambio, no hablemos de Monzón y Mantequilla pero también las flechas de colores en el metro, esa manera de recibir como un señor, indicándole el camino a la hinchada que se hubiera armado un lío en las salidas y los terrenos baldíos llenos de charcos.
          Estévez llegó como debía, con la carpa a medio llenar, y antes de mostrar la entrada se quedó mirando un momento los camiones de la policía y los enormes tráilers iluminados por fuera pero con cortinas oscuras en las ventanillas, que comunicaban con la carpa por galerías cubiertas como para llegar a un jet. Ahí están los boxeadores, pensó Estévez, el tráiler blanco y más nuevo seguro que es el de Carlitos, a ése no me lo mezclan con los otros. Nápoles tendría su tráiler del otro lado de la carpa, la cosa era científica y de paso pura improvisación, mucha lona y tráilers encima de un terreno baldío. Así se hace la guita, pensó Estévez, hay que tener la idea y los huevos, che.
          Su fila, la quinta a partir de la zona del ringside, era un tablón con los números marcados en grande, ahí parecía haberse acabado la cortesía de Alain Delon porque fuera de las sillas del ringside el resto era de circo y de circo malo, puros tablones aunque eso sí unas acomodadoras con minifaldas que te apagaban de entrada toda protesta. Estévez verificó por su cuenta el 235, aunque la chica le sonreía mostrándole el número como si él no supiera leer, y se sentó a hojear el diario que después le serviría de almohadilla. Walter iba a estar a su derecha, y por eso Estévez tenía el paquete con la plata y los papeles en el bolsillo izquierdo del saco; cuando fuera el momento podría sacarlo con la mano derecha, llevándolo inmediatamente hacia las rodillas lo deslizaría en la cartera abierta a su lado.
          La espera se le hacía larga, había tiempo para pensar en Marisa y en el pibe que estarían acabando de cenar, el pibe ya medio dormido y Marisa mirando la televisión. A lo mejor pasaban la pelea y ella la veía, pero él no iba a decirle que había estado, por lo menos ahora no se podía, a lo mejor alguna vez cuando las cosas estuvieran más tranquilas. Abrió el diario sin ganas (Marisa mirando la pelea, era cómico pensar que no le podría decir nada con las ganas que tendría de contarle, sobre todo si ella le comentaba de Monzón y de Nápoles), entre las noticias del Vietnam y las noticias de policía la carpa se iba llenando, detrás de él un grupo de franceses discutía las chances de Nápoles, a su izquierda acababa de instalarse un tipo cajetilla que primero observó largamente y con una especie de horror el tablón donde iban a envilecerse sus perfectos pantalones azules. Más abajo había parejas y grupos de amigos, y entre ellos tres que hablaban con un acento que podía ser mexicano; aunque Estévez no era muy ducho en acentos, los hinchas de Mantequilla debían abundar esa noche en que el retador aspiraba nada menos que a la corona de Monzón. Aparte del asiento de Walter quedaban todavía algunos claros, pero la gente se agolpaba en las entradas de la carpa y las chicas tenían que emplearse a fondo para instalar a todo el mundo. Estévez encontraba que la iluminación del ring era demasiado fuerte y la música demasiado pop, pero ahora que empezaba la primera preliminar el público no perdía tiempo en críticas y seguía con ganas una mala pelea a puro zapallazo y clinches; en el momento en que Walter se sentó a su lado Estévez llegaba a la conclusión de que ése no era un auténtico público de box, por lo menos alrededor de él; se tragaban cualquier cosa por esnobismo, por puro ver a Monzón o a Nápoles.
          —Disculpe —dijo Walter acomodándose entre Estévez y una gorda que seguía la pelea semiabrazada a su marido también gordo y con aire de entendido.
          —Póngase cómodo —dijo Estévez—. No es fácil, estos franceses calculan siempre para flacos.
          Walter se rió mientras Estévez empujaba suave hacia la izquierda para no ofender al de los pantalones azules; al final quedó espacio para que Walter pasara la cartera de tela azul desde las rodillas al tablón. Ya estaban en la segunda preliminar que también era mala, la gente se divertía sobre todo con lo que pasaba fuera del ring, la llegada de un espeso grupo de mexicanos con sombreros de charro pero vestidos como lo que debían ser, bacanes capaces de fletar un avión para venirse a hinchar por Mantequilla desde México, tipos petisos y anchos, de culos salientes y caras a lo Pancho Villa, casi demasiado típicos mientras tiraban los sombreros al aire como si Nápoles ya estuviera en el ring, gritando y discutiendo antes de incrustarse en los asientos del ringside. Alain Delon debía tenerlo todo previsto porque los altoparlantes escupieron ahí nomás una especie de corrido que los mexicanos no dieron la impresión de reconocer demasiado. Estévez y Walter se miraron irónicos, y en ese mismo momento por la entrada más distante desembocó un montón de gente encabezado por cinco o seis mujeres más anchas que altas, con pull-overs blancos y gritos de «¡Argentina, Argentina!», mientras los de atrás enarbolaban una enorme bandera patria y el grupo se abría paso contra acomodadoras y butacas, decidido a progresar hasta el borde del ring donde seguramente no estaban sus entradas. Entre gritos delirantes terminaron por armar una fila que las acomodadoras llevaron con ayuda de algunos gorilas sonrientes y muchas explicaciones hacia dos tablones semivacíos, y Estévez vio que las mujeres lucían un MONZÓN negro en la espalda del pull-over. Todo eso regocijaba considerablemente a un público a quien poco le daba la nacionalidad de los púgiles puesto que no eran franceses, y ya la tercera pelea iba duro y parejo aunque Alain Delon no parecía haber gastado mucha plata en mojarritas cuando los dos tiburones estarían ya listos en sus tráilers y eran lo único que le importaba a la gente.
          Hubo como un cambio instantáneo en el aire, algo se trepó a la garganta de Estévez; de los altoparlantes venía un tango tocado por una orquesta que bien podía ser la de Pugliese. Sólo entonces Walter lo miró de lleno y con simpatía, y Estévez se preguntó si seria un compatriota. Casi no habían cambiado palabra aparte de algún comentario pegado a una acción en el ring, a lo mejor uruguayo o chileno pero nada de preguntas, Peralta había sido bien claro, gente que se encuentra en el box y da la casualidad que los dos hablan español, pare de contar.
          —Bueno, ahora sí —dijo Estévez. Todo el mundo se levantaba a pesar de las protestas y los silbidos, por la izquierda un revuelo clamoroso y los sombreros de charro volando entre ovaciones, Mantequilla trepaba al ring que de golpe parecía iluminarse todavía más, la gente miraba ahora hacia la derecha donde no pasaba nada, los aplausos cedían a un murmullo de expectativa y desde sus asientos Walter y Estévez no podían ver el acceso al otro lado del ring, el casi silencio y de pronto el clamor como única señal, bruscamente la bata blanca recortándose contra las cuerdas, Monzón de espaldas hablando con los suyos, Nápoles yendo hacia él, un apenas saludo entre flashes y el arbitro esperando que bajaran el micrófono, la gente que volvía a sentarse poco a poco, un último sombrero de charro yendo a parar muy lejos, devuelto en otra dirección por pura joda, bumerang tardío en la indiferencia porque ahora las presentaciones y los saludos, Georges Carpentier, Nino Benvenuti, un campeón francés, Jean-Claude Bouttier, fotos y aplausos y el ring vaciándose de a poco, el himno mexicano con más sombreros y al final la bandera argentina desplegándose para esperar el himno, Estévez y Walter sin pararse aunque a Estévez le dolía pero no era cosa de chambonear a esa altura, en todo caso le servía para saber que no tenía compatriotas demasiado cerca, el grupo de la bandera cantaba al final del himno y el trapo azul y blanco se sacudía de una manera que obligó a los gorilas a correr para ese lado por las dudas, la voz anunciando los nombres y los pesos, segundos fuera.
          —¿Qué palpito tenes? —preguntó Estévez. Estaba nervioso, infantilmente emocionado ahora que los guantes se rozaban en el saludo inicial y Monzón, de frente, armaba esa guardia que no parecía una defensa, los brazos largos y delgados, la silueta casi frágil frente a Mantequilla más bajo y morrudo, soltando ya dos golpes de anuncio.
          —Siempre me gustaron los desafiantes —dijo Walter, y atrás un francés explicando que a Monzón lo iba a ayudar la diferencia de estatura, golpes de estudio, Monzón entrando y saliendo sin esfuerzo, round casi obligadamente parejo. Así que le gustaban los desafiantes, desde luego no era argentino porque entonces; pero el acento, clavado un uruguayo, le preguntaría a Peralta que seguro no le contestaría. En todo caso no debía llevar mucho tiempo en Francia porque el gordo abrazado a su mujer le había hecho algún comentario y Walter contestaba en forma tan incomprensible que el gordo hacía un gesto desalentado y se ponía a hablar con uno de más abajo. Nápoles pega duro, pensó Estévez inquieto, dos veces había visto a Monzón tirarse atrás y la réplica llegaba un poco tarde, a lo mejor había sentido los golpes. Era como si Mantequilla comprendiera que su única chance estaba en la pegada, boxearlo a Monzón no le serviría como siempre le había servido, su maravillosa velocidad encontraba como un hueco, un torso que viraba y se le iba mientras el campeón llegaba una, dos veces a la cara y el francés de atrás repetía ansioso ya ve, ya ve cómo lo ayudan los brazos, quizá la segunda vuelta había sido de Nápoles, la gente estaba callada, cada grito nacía aislado y era como mal recibido, en la tercera vuelta Mantequilla salió con todo y entonces lo esperable, pensó Estévez, ahora van a ver la que se viene, Monzón contra las cuerdas, un sauce cimbreando, un uno-dos de látigo, el clinch fulminante para salir de las cuerdas, una agarrada mano a mano hasta el final del round, los mexicanos subidos en los asientos y los de atrás vociferando protestas o parándose a su vez para ver.
          —Linda pelea, che —dijo Estévez—, así vale la pena.
          —Ajá.
          Sacaron cigarrillos al mismo tiempo, los intercambiaron sonriendo, el encendedor de Walter llegó antes, Estévez miró un instante su perfil, después lo vio de frente, no era cosa de mirarse mucho, Walter tenía el pelo canoso pero se lo veía muy joven, con los blue-jeans y el polo marrón. ¿Estudiante, ingeniero? Rajando de allá como tantos, entrando en la lucha, con amigos muertos en Montevideo o Buenos Aires, quién te dice en Santiago, tendría que preguntarle a Peralta aunque después de todo seguro que no volvería a verlo a Walter, cada uno por su lado se acordaría alguna vez que se habían encontrado la noche de Mantequilla que se estaba jugando a fondo en la quinta vuelta, ahora con un público de pie y delirante, los argentinos y los mexicanos barridos por una enorme ola francesa que veía la lucha más que los luchadores, que atisbaba las reacciones, el juego de piernas, al final Estévez se daba cuenta de que casi todos entendían la cosa a fondo, apenas uno que otro festejando idiotamente un golpe aparatoso y sin efectos mientras se perdía lo que de verás estaba sucediendo en ese ring donde Monzón entraba y salía aprovechando una velocidad que a partir de ese momento distanciaba más y más la de Mantequilla cansado, tocado, batiéndose con todo frente al sauce de largos brazos que otra vez se hamacaba en las sogas para volver a entrar arriba y abajo, seco y preciso. Cuando sonó el gong, Estévez miró a Walter que sacaba otra vez los cigarrillos.
          —Y bueno, es así —dijo Walter tendiéndole el paquete—. Si no se puede no se puede.
          Era difícil hablarse en el griterío, el público sabía que el round siguiente podía ser el decisivo, los hinchas de Nápoles lo alentaban casi como despidiéndolo, pensó Estévez con una simpatía que ya no iba en contra de su deseo ahora que Monzón buscaba la pelea y la encontraba y a lo largo de veinte interminables segundos entrando en la cara y el cuerpo mientras Mantequilla apuraba el clinch como quien se tira al agua, cerrando los ojos. No va a aguantar más, pensó Estévez, y con esfuerzo sacó la vista del ring para mirar la cartera de tela en el tablón, habría que hacerlo justo en el descanso cuando todos se sentaran, exactamente en ese momento porque después volverían a pararse y otra vez la cartera sola en el tablón, dos izquierdas seguidas en la cara de Nápoles que volvía a buscar el clinch, Monzón fuera de distancia, esperando apenas para volver con un gancho exactísimo en plena cara, ahora las piernas, había que mirar sobre todo las piernas, Estévez ducho en eso veía a Mantequilla pesado, tirándose adelante sin ese ajuste tan suyo mientras los pies de Monzón resbalaban de lado o hacia atrás, la cadencia perfecta para que esa última derecha calzara con todo en pleno estómago, muchos no oyeron el gong en el clamoreo histérico pero Walter y Estévez sí, Walter se sentó primero enderezando la cartera sin mirarla y Estévez, siguiéndolo más despacio, hizo resbalar el paquete en una fracción de segundo y volvió a levantar la mano vacía para gesticular su entusiasmo en las narices del tipo de pantalón azul que no parecía muy al tanto de lo que estaba sucediendo.
          —Eso es un campeón —le dijo Estévez sin forzar la voz porque de todos modos el otro no lo escucharía en ese clamoreo—. Carlitos, carajo.
          Miró a Walter que fumaba tranquilo, el hombre empezaba a resignarse, qué se le va a hacer, si no se puede no se puede. Todo el mundo parado a la espera de la campana del séptimo round, un brusco silencio incrédulo y después el alarido unánime al ver la toalla en la lona, Nápoles siempre en su rincón y Monzón avanzando con los guantes en alto, más campeón que nunca, saludando antes de perderse en el torbellino de los abrazos y los flashes. Era un final sin belleza pero indiscutible, Mantequilla abandonaba para no ser el punching-ball de Monzón, toda esperanza perdida ahora que se levantaba para acercarse al vencedor y alzar los guantes hasta su cara, casi una caricia mientras Monzón le ponía los suyos en los hombros y otra vez se separaban, ahora sí para siempre, pensó Estévez, ahora para ya no encontrarse nunca más en un ring.
          —Fue una linda pelea —le dijo a Walter que se colgaba la cartera del hombro y movía los pies como si se hubiera acalambrado.
          —Podría haber durado más —dijo Walter—, seguro que los segundos de Nápoles no lo dejaron salir.
          —¿Para qué? Ya viste como estaba sentido, che, demasiado boxeador para no darse cuenta.
          —Sí, pero cuando se es como él hay que jugarse entero, total nunca se sabe.
          —Con Monzón sí —dijo Estévez, y se acordó de las órdenes de Peralta, tendió la mano cordialmente—. Bueno, fue un placer.
          —Lo mismo digo. Hasta pronto.
          —Chau.
          Lo vio salir por su lado, siguiendo al gordo que discutía a gritos con su mujer, y se quedó detrás del tipo de los pantalones azules que no se apuraba; poco a poco fueron derivando hacia la izquierda para salir de entre los tablones. Los franceses de atrás discutían sobre técnicas, pero a Estévez lo divirtió ver que una de las mujeres abrazaba a su amigo o su marido, gritándole vaya a saber qué al oído lo abrazaba y lo besaba en la boca y en el cuello. Salvo que el tipo sea un idiota, pensó Estévez, tiene que darse cuenta de que ella lo está besando a Monzón. El paquete no pesaba ya en el bolsillo del saco, era como si se pudiera respirar mejor, interesarse por lo que pasaba, la muchacha apretada al tipo, los mexicanos saliendo con los sombreros que de golpe parecían más chicos, la bandera argentina arrollada a medias pero agitándose todavía, los dos italianos gordos mirándose con aire de entendidos, y uno de ellos diciendo casi solemnemente, gliel’a messo in culo, y el otro asintiendo a tan perfecta síntesis, las puertas atestadas, una lenta salida cansada y los senderos de tablas hasta la pasarela en la noche fría y lloviznando, al final la pasarela crujiendo bajo una carga crítica, Peralta y Chaves fumando apoyados en la baranda, sin hacer un gesto porque sabían que Estévez iba a verlos y que disimularía su sorpresa, se acercaría como se acercó, sacando a su vez un cigarrillo.
          —Lo hizo moco —informó Estévez.
          —Ya sé —dijo Peralta—, yo estaba allí.
          Estévez lo miró sorprendido, pero ellos se dieron vuelta al mismo tiempo y bajaron la pasarela entre la gente que ya empezaba a ralear. Supo que tenía que seguirlos y los vio salir de la avenida que llevaba al metro y entrar por una calle más oscura, Chaves se dio vuelta una sola vez para asegurarse de que no los había perdido de vista, después fueron directamente al auto de Chaves y entraron sin apuro pero sin perder tiempo. Estévez se metió atrás con Peralta, el auto arrancó en dirección al sur.
          —Así que estuviste —dijo Estévez—. No sabía que te gustaba el boxeo.
          —Me importa un carajo —dijo Peralta—, aunque Monzón vale la plata que cuesta. Fui para mirarte de lejos por las dudas, no era cosa de que estuvieras solo si en una de ésas.
          —Bueno, ya viste. Sabes, el pobre Walter hinchaba por Nápoles.
          —No era Walter —dijo Peralta.
          El auto seguía hacia el sur, Estévez sintió confusamente que por esa ruta no llegarían a la zona de la Bastilla, lo sintió como muy atrás porque todo el resto era una explosión en plena cara, Monzón pegándole a él y no a Mantequilla. Ni siquiera pudo abrir la boca, se quedó mirando a Peralta y esperando.
          —Era tarde para prevenirte —dijo Peralta—. Lástima que te fueras tan temprano de tu casa, cuando telefoneamos Marisa nos dijo que ya habías salido y que no ibas a volver.
          —Tenía ganas de caminar un rato antes de tomar el metro —dijo Estévez—. Pero entonces, decime.
          —Todo se fue al diablo —dijo Peralta—. Walter telefoneó al llegar a Orly esta mañana, le dijimos lo que tenía que hacer, nos confirmó que había recibido la entrada para la pelea, todo estaba al pelo. Quedamos en que él me llamaría desde el aguantadero de Lucho antes de salir, cosa de estar seguros. A las siete y media no había llamado, telefoneamos a Geneviève y ella llamó de vuelta para avisar que Walter no había llegado a lo de Lucho.
          —Lo estaban esperando a la salida de Orly —dijo la voz de Chaves.
          —¿Pero entonces quién era el que…? —empezó Estévez, y dejó la frase colgada, de golpe comprendía y era sudor helado brotándole del cuello, resbalando por debajo de la camisa, la tuerca apretándole el estómago.
          —Tuvieron siete horas para sacarle los datos —dijo Peralta—. La prueba, el tipo conocía cada detalle de lo que tenía que hacer con vos. Ya sabes cómo trabajan, ni Walter pudo aguantar.
          —Mañana o pasado lo encontrarán en algún terreno baldío —dijo casi aburridamente la voz de Chaves.
          —Qué te importa ahora —dijo Peralta—. Antes de venir a la pelea arreglé para que se las picaran de los aguantaderos. Sabes, todavía me quedaba alguna esperanza cuando entré en esa carpa de mierda, pero él ya había llegado y no había nada que hacer.
          —Pero entonces —dijo Estévez—, cuando se fue con la plata…
          —Lo seguí, claro.
          —Pero antes, si ya sabías…
          —Nada que hacer —repitió Peralta—. Perdido por perdido el tipo hubiera hecho la pata ancha ahí mismo y nos hubieran encanado a todos, ya sabes que ellos están palanqueados.
          —¿Y qué pasó?
          —Afuera lo esperaban otros tres, uno tenía un pase o algo así y en menos que te cuento estaban en un auto del parking para la barra de Delon y la gente de guita, con canas por todos lados. Entonces volví a la pasarela donde Chaves nos esperaba, y ahí tenés. Anoté el número del auto, claro, pero no va a servir para un carajo.
          —Nos estamos saliendo de París —dijo Estévez.
          —Sí, vamos a un sitio tranquilo. El problema ahora sos vos, te habrás dado cuenta.
          —¿Por qué yo?
          —Porque ahora el tipo te conoce y van a acabar por encontrarte. Ya no hay aguantaderos después de lo de Walter.
          —Me tengo que ir, entonces —dijo Estévez. Pensó en Marisa y en el pibe, cómo llevárselos, cómo dejarlos solos, todo se le mezclaba con árboles de un comienzo de bosque, el zumbido en los oídos como si todavía la muchedumbre estuviera clamando el nombre de Monzón, ese instante en que había habido como una pausa de incredulidad y la toalla cayendo en medio del ring, la noche de Mantequilla, pobre viejo. Y el tipo había estado a favor de Mantequilla, ahora que lo pensaba era raro que hubiese estado del lado del perdedor, tendría que haber estado con Monzón, llevarse la plata como Monzón, como alguien que da la espalda y se va con todo, para peor burlándose del vencido, del pobre tipo con la cara rota o con la mano tendida diciéndole bueno, fue un placer. El auto frenaba entre los árboles y Chaves cortó el motor. En la oscuridad ardió el fósforo de otro cigarrillo, Peralta.
          —Me tengo que ir, entonces —repitió Estévez—. A Bélgica, si te parece, allá está el que sabés.
          —Estarías seguro si llegaras —dijo Peralta—, pero ya viste con Walter, tienen gente en todas partes y mucha manija.
          —A mí no me agarrarán.
          —Como Walter, quién iba a agarrarlo a Walter y hacerlo cantar. Vos sabés otras cosas que Walter, eso es lo malo.
          —A mí no me agarran —repitió Estévez—. Mirá, solamente tengo que pensar en Marisa y el pibe, ahora que todo se fue a la mierda no los puedo dejar aquí, se van a vengar con ella. En un día arreglo todo y me los llevo a Bélgica, lo veo al que sabes y sigo solo a otro lado.
          —Un día es demasiado tiempo —dijo Chaves volviéndose en el asiento. Los ojos se acostumbraban a la oscuridad, Estévez vio su silueta y la cara de Peralta cuando se llevaba el cigarrillo a la boca y pitaba.
          —Está bien, me iré lo antes que pueda —dijo Estévez.
          —Ahora mismo —dijo Peralta sacando la pistola.

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