El secuestro, tortura y asesinato de seis jóvenes saca a la luz el brutal dominio que ejercen los cárteles en amplias zonas de México
Sergio Yobani, el único superviviente, permanece en el hospital. “Tiene secuelas, se despierta diciendo: ‘Ya no me pegue, no he hecho nada malo’. No hay palabras para explicarte en qué condiciones lo encontraron”, cuenta un familiar
Alejandro Santos Cid / El PAÍS México
El Pais, Malpaso (Zacatecas) – 01 OCT 2023 –
Zacatecas duerme. Es noche cerrada y en dos habitaciones del rancho El Potrerito descansan siete adolescentes. No es una escena inusual. La granja, una construcción de cemento gris a las afueras de Malpaso, suele acoger veladas como esta. Los dueños son los padres de Héctor Alejandro Saucedo y, desde siempre, él y sus amigos pasan allí las horas muertas: viendo películas, mirando al techo, hablando de la vida, haciendo lunadas —fiestas, reuniones nocturnas—. Esas cosas que se hacen cuando tienes 18 años y lo más importante en el mundo es pasar tiempo con tus compas. Además, no son muchachos demasiado inquietos. Nunca arman mucho jaleo, nunca molestan demasiado.
El reloj marca las primeras horas del domingo 24 de septiembre. A eso de las cuatro de la madrugada se oyen ruidos de motor a la espalda del rancho, por el camino del río, un lecho de polvo y piedras que hace tiempo que desconocen lo que es el agua. “Eran unos tres coches”, recuerda un trabajador de la granja que no quiere dar su nombre por miedo, como casi todos los entrevistados para esta crónica. El estruendo funciona como una alarma, un aviso de que algo malo está a punto de suceder. De los vehículos desciende un grupo de hombres armados. Los sicarios disparan al cielo. La pesadilla da comienzo.
Los hombres irrumpen en el rancho. Abren el gran portón de metal que protege la parte residencial de la granja, una construcción rectangular con un patio interior por el que se accede a las dos habitaciones en las que se reparten los jóvenes. Los sacan a la fuerza de la cama. No los dejan calzarse; a algunos, ni siquiera ponerse una camiseta. Somnolientos y confusos, los adolescentes probablemente todavía no entienden lo que está pasando.
Minutos después, los siete jóvenes se descubren a bordo de los coches, que arrancan con rapidez, pero a unos metros del rancho giran bruscamente. Quizá se equivocan de camino, quizá cambian de opinión. Las huellas del derrape todavía pueden verse una semana después, sobre la tierra del huerto de nopales de la granja, cerca de los corrales de los cerdos, el gallinero, el establo de los caballos. Los secuestradores se pierden entre los árboles y la oscuridad.
Guerra eterna
Las habitaciones siguen como las dejaron los muchachos. Una de ellas tiene una litera y otro colchón. Paredes verdes y rojas algo destartaladas. La otra tiene una cama de matrimonio con ropa amontonada encima, un par de armarios, una imagen de Jesucristo presidiendo la estancia, una botella de cerveza vacía, cuadernos de anillas apilados, desodorantes gastados, un sombrero de paja. En el patio interior todavía descansan las motos de dos de los adolescentes. Las propiedades mundanas que prueban que ahí, una vez, hubo vida.
Todos en la comunidad han escuchado claramente la conmoción del secuestro; los disparos secos al aire de la noche. Todos, menos quien tiene que oírlos. A menos de 200 metros del rancho hay una garita de la policía, sobre la carretera que une Zacatecas con Guadalajara. Nadie acude a frenar el ataque. En una rueda de prensa una semana después, las autoridades defenderán que recibieron un aviso poco después de las cinco de la mañana y tardaron 15 minutos en enviar cuatro patrullas. Las madres y padres de los adolescentes discrepan radicalmente: por El Potrerito no apareció ningún agente hasta varias horas después. Solo era uno e iba desarmado. “Mandaron a un estatal después de las ocho de la mañana, el puro oficial fue sin arma, sin protector, nada. Todos los pobladores alrededor de las casas escucharon los balazos, no puede ser posible que ellos no los escucharan”, protesta un padre.
Los disparos no sorprenden demasiado en Malpaso. En el pueblo, hace tiempo que reina el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), que libra una guerra eterna contra el Cartel de Sinaloa. Hay toque de queda y cuando cae la noche, por las calles no se ve un alma. “Tiene seis años que se agarran a balazos de esquina a esquina”, cuenta el trabajador del rancho.
Niños soldado
El domingo por la mañana, la noticia comienza a extenderse por la comunidad. Los familiares denuncian el secuestro en la Fiscalía. Las autoridades aseguran que comienzan la búsqueda, aunque los parientes defienden que tuvieron que pasar días, hasta que cortaron la carretera en protesta, para que los agentes se movilizaran realmente.
El lunes, las fuerzas de seguridad comienzan a buscar en Malpaso y las comunidades aledañas. Encuentran dos vehículos que parecen guardar relación con el caso. Dentro hay un arma larga, 282 cartuchos de munición, 13 cargadores, tres cigarros de marihuana y siete dosis de cristal. De los adolescentes, ni rastro. Ese mismo día, en el municipio de Jerez, a 25 minutos del Potrerito, la policía intercepta otro coche en el que viajan dos adolescentes de 15 y 16 años originarios de Durango. Llevan con ellos todo un arsenal: cinco armas largas, 2.427 cartuchos, 57 cargadores y cuatro bombas caseras. Los agentes los detienen. En el interrogatorio, reconocen que son integrantes del grupo armado que se llevó a los adolescentes. Niños soldado. Quedan a disposición de la Fiscalía General de la República.
El martes amanece sin mucho atisbo de esperanza. Cansados de la falta de avances, en un intento desesperado, los familiares de los chicos bloquean durante nueve horas la carretera Zacatecas-Guadalajara, en la misma garita que hay frente al rancho El Potrerito. Mientras tanto, a 75 kilómetros de allí, en Genaro Codina, una camioneta con dos personas maniatadas en su interior intenta darse a la fuga. Sus ocupantes —los secuestradores, no los secuestrados, claro— abren fuego contra la policía, pero los agentes logran detenerlos. Todavía no lo saben, pero están a punto de dar con la pista definitiva que conducirá al paradero de los siete adolescentes.
“Eran chicos llenos de vida”
Las autoridades interrogan a los dos jóvenes que viajaban maniatados. Dicen que acaban de estar con otros siete chicos que también fueron raptados; que tanto ellos como los adolescentes de Malpaso venden droga para el CJNG, una información que no ha podido confirmarse. Sin embargo, su testimonio es importante: es el que revela la ubicación de los muchachos secuestrados.
Ese día, en otra operación, los militares detienen a tres hombres y una mujer armados hasta los dientes en Villanueva, implicados también en el rapto. En total, ya van seis arrestados. En otro enfrentamiento, apresan a dos sicarios más, aparentemente sin relación directa con el crimen de Malpaso. Mientras tanto, los familiares de los siete secuestrados reciben videos en los que se ve a sus hijos caminando descalzos por el monte, siendo torturados. La desesperación y la rabia calan en los huesos.
El miércoles, un helicóptero de la Secretaría de Seguridad Pública de Zacatecas sobrevuela los montes donde los dos jóvenes maniatados vieron por última vez a los siete adolescentes. Es una zona agreste y escarpada, de difícil acceso. Una buena noticia llega a la barricada humana que las madres y padres han vuelto a formar en la carretera: han encontrado a uno de los chicos con vida. Poco después, la realidad se impone y liquida la esperanza: Sergio Yobani Acevedo Rodríguez, de 18 años, es el único superviviente. Los cadáveres del resto de muchachos aparecen en un radio de 70 metros alrededor. Estaban apenas a unos cinco kilómetros del rancho El Potrerito.
Las familias pasan la noche en la Fiscalía, encaran el peor destino posible para un padre: identificar el cadáver de su hijo. El jueves por la mañana comienzan los velatorios. En Malpaso, el funeral de Óscar Ernesto Rojas Alvarado (15 años) y Diego Rodríguez Vidales (17 años) es el más multitudinario; los demás prefieren velar a sus muertos en la intimidad. Los vecinos del pueblo se reúnen en el salón ejidal, lloran a los chicos. Los recuerdan como muchachos “calmados, normales”, educados. Aficionados a las motos, a bailar música de banda. “Eran chicos llenos de vida, como cualquier adolescente. Sanos, muy alegres. En la escuela eran buenos alumnos. Ni muy sabios ni muy malos, regulares”, llora María Azucena Casillas, su antigua profesora.
La comitiva procesiona hacia la Iglesia con una orquesta de vientos que acompaña la marcha fúnebre. En el cementerio, se respira rabia y miedo: hay halcones entre la gente, vigías de los asesinos, presentes para que a nadie se le olvide quién manda, impunes, reacios a conceder un día de paz ni en el funeral de dos niños. Casi nadie habla con la prensa, el terror a una represalia impregna el ambiente. Los que lo hacen, ruegan que sea desde el anonimato.
La necropsia se publica horas después y revela que los jóvenes mueren por “traumatismo craneoencefálico”: golpes en la cabeza. En contra de los rumores que corren entre las malas lenguas del pueblo, el peritaje afirma contundentemente que no había restos de droga en el organismo de los adolescentes. Sergio Yobani permanece ingresado en el hospital, custodiado por la policía.
“Tiene secuelas, se despierta diciendo: ‘Ya no me pegue, no he hecho nada malo’. No hay palabras para explicarte en qué condiciones lo encontraron”, cuenta un familiar. Hay una idea que casi todos comparten en Malpaso: Sergio Yobani solo se salvó porque era “el mensajero”: el encargado de difundir el mensaje de terror del cártel. La Fiscalía reconoce que la disputa por la plaza entre el CJNG y el Cartel de Sinaloa es el motivo que causó los asesinatos.
Tras el funeral, las familias están rotas. También los vecinos de Malpaso. Saben que cuando se vaya la prensa, volverán a quedarse a oscuras con el narco, a pesar de las promesas incumplidas de seguridad del Gobierno. “Después de esto, viene el infierno”, predice uno de los parientes. Todos saben que no es el final; que a pesar de lo cruento del caso, solo es uno más en un agujero negro de violencia, invisible a los ojos del resto del mundo.
Alejandro Santos Cid.- Reportero en El País México desde 2021. Es licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid y máster por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Cubre la actualidad mexicana con especial interés por temas migratorios, derechos humanos, violencia política y cultura.
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