En el libro de Gary Chapman se indican los cinco lenguajes diferentes que todos usamos para expresar amor: palabras de afirmación, tiempo de calidad, regalos, actos de servicio, y toque físico.
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En el siguiente artículo, la escritora Lisa Taddeo habla sobre esos 5 lenguajes del amor y de su experiencia personal con su marido:
Mi marido y yo no hablamos el mismo lenguaje del amor
por Lisa Taddeo, escritora
The New York Times, Domingo, 13/Feb/2022
No había oído hablar sobre los lenguajes del amor hasta que fue demasiado tarde, hasta que estuve casada con alguien que no hablaba el mío.
Hay cinco: son los cinco lenguajes el amor. Digo eso como si existieran en algún lugar en el éter, como si siempre lo hubiesen hecho. Pero lo cierto es que tienen solo 30 años. En 1992, Gary Chapman, pastor y presentador de radio de Carolina del Norte, publicó Los cinco lenguajes del amor: el secreto del amor que perdura con un pequeño sello editorial religioso. Se vendieron más de 20 millones de ejemplares, y el libro fue traducido a 50 idiomas y se abrió camino hasta los corazones y las mentes de laicos, médicos y Oprah. Figura en la lista de The New York Times de los libros más vendidos desde hace más de una década.
Chapman cree que la mayoría de la gente da y recibe amor de estas maneras:
Palabras de afirmación. Hacer cumplidos. “No pensé que necesitaras ayuda con el cable USB, porque eres muy inteligente”.
Tiempo de calidad. Quieres que tu marido vea contigo todo lo que tú quieres ver, y esperas de él que sepa qué cosas no verías jamás, y qué cosas puede ver él por su cuenta.
Hacerse regalos. Esto puede sonar a lenguaje materialista, y menos noble, pero es otra forma de sentirse querido o reconocido.
Actos de servicio. Esto significa que quieres que tu marido demuestre su amor sacando la basura y deshaciéndose del árbol de Navidad muerto, construyendo un banco o limpiando los plafones de la luz de los exoesqueletos de insectos. Por ejemplo.
Contacto físico. He descubierto que este es uno de los favoritos de los hombres.
La primera vez que supe de los lenguajes fue por una amiga, Emily, cuando ella llevaba varios años de relación y yo estaba en la fase de la luna de miel en la mía. Recuerdo que pensé: “Ah, la astrología del mundo del amor. Interesante”. Adelantemos hasta una década después: aquí estoy, preguntándome si este Gary Chapman, quien lleva casado con su mujer más de 60 años, conoce el secreto de cómo sentirme amada del modo en que lo necesito.
Chapman escribe principalmente para parejas cristianas heterosexuales. En todas sus derivaciones de sus Lenguajes del amor —incluidos Los cinco lenguajes del amor (edición militar), Dios habla tu lenguaje del amor y Los cinco lenguajes del amor para hombres—, no habla mucho sobre las cuestiones particulares que podrían surgir para las parejas queer o interraciales. En uno de sus libros sobre cómo educar a los hijos, Chapman dice que los progenitores pueden sentirse “conmocionados y profundamente heridos” al enterarse de que su hija o hijo es gay, pero los anima a “pasar tiempo con ellos, comunicarse con ellos y demostrarles su amor, a pesar de que no aprobemos su estilo de vida”. Afirma que la tasa de divorcios en Estados Unidos es muy alta porque “el tanque de amor emocional” de las parejas está “vacío”, lo cual significa, como escribió la periodista Ruth Graham en Slate en 2015, que “ignora casi por completo las fuerzas económicas y políticas que actúan sobre las familias”.
Sin embargo, aun teniendo en cuenta estas importantes lagunas de la filosofía de Chapman, no es, sencillamente, una que pueda ignorarse. Lo que él percibió es que el amor no es una cosa única. Puedes dar y recibir amor de diferentes formas, y distintas a las de tu pareja. “En un matrimonio, el marido y la mujer casi nunca tienen el mismo lenguaje. La clave es que tenemos que aprender a hablar el lenguaje de la otra persona”, decía Chapman.
Le pedí a mi marido —lo llamaré Jackson, porque ese es su nombre— que llenara conmigo el cuestionario al final del libro para averiguar cuáles eran nuestros lenguajes del amor. Reaccionó con cierta desgana, pero completamos el cuestionario y “descubrimos” que su lenguaje del amor es el contacto físico. (Yo hablo el lenguaje del contacto físico también, pero a veces me olvido de cómo se habla cuando a alguien se le olvida dónde está el cesto de la ropa sucia).
El mío son los actos de servicio. Yo necesito actos de servicio. No es solo mi lenguaje, es también mi proteína. Mi marido y yo trabajamos todo el tiempo y tenemos una hija de seis años que no conoce límites y que no ha dejado de hablar o pensar o pestañear mientras se lleva una pila a la boca desde que tenía 2 años. Hay mucho que hacer, y a menudo le pido a él que lo haga: arreglar la luz de la cocina, limpiar los plafones de exoesqueletos de insectos, deshacerse del árbol de Navidad congelado en el tiempo afuera junto al quemador de troncos, ayudarme a escribir un guion para nuestro programa a medianoche, explicarme cómo utilizar un cable USB como si yo fuese del pasado; en realidad, todo lo que tenga que ver con el tiempo y conmigo. Me siento amada cuando hace esas cosas, pero la mayoría de las veces no las hace. Y se lo dije.
Él dijo: “Mi vida entera es un acto de servicio a ti”.
Le señalé el árbol de Navidad afuera, tendido sobre su lado parduzco en el patio cubierto de nieve. Es cruel con el árbol, con el concepto de Navidad, con la idea de las parejas que se aman. O eso le dije.
Las mujeres no siempre se sienten cómodas diciendo lo que queremos de nuestras parejas. Hemos sido condicionadas para que nos parezca que eso es molestar. El marco de Chapman les da a aquellas personas a las que les cuesta pedir lo que quieren un lenguaje con el que hacer peticiones.
Yo pensaba que no tenía un problema con hacer peticiones. Pensaba que se me daba muy bien. Pero resulta que no es así.
Pongamos que quiero convencer a Jackson de que no es prudente que nuestra hija suba sola en el teleférico. De algún modo, no consigo decir: “Tengo miedo y no quiero que suba en el teleférico sola, aunque esquíes con ella a menudo y que tu opinión, fruto de la observación y la reflexión, sea que está preparada”. Entiendo que mis miedos no son racionales, y sé que a él no le va la irracionalidad.
De modo que reúno datos, porque sé que respeta los estudios y las publicaciones. Con frecuencia digo: “Ah, bueno, sí, publicaron un estudio en el Times”. En este caso, digo que había un estudio, que leí en el Times, sobre los efectos psicológicos en los menores de entre 5 y 8 años de montar solos en el teleférico. “Han descubierto —le digo— que ha provocado sentimientos de…”.
Y aquí hago una pausa —no dramática, pero tampoco casual— y espero a que levante la vista: sus oídos y sus ojos, todo dispuesto, con buena voluntad y abierto. “Abandono”, susurro. Esa es una de sus palabras más recurrentes.
Añado algunas salvedades para que no parezca que estoy mintiendo: “Pero esto fue en 2009, lo que significa que, por supuesto y naturalmente, las cosas deben de haber cambiado. Quizá ahora no haya efectos. Ya sabes, por la pandemia”, digo.
Sin embargo, él no se quitará ese inexistente artículo de 2009 de la cabeza. No querrá dejarla subir sola. Yo estaré contenta porque me he salido con la mía. Me sentiré segura.
Soy consciente de que quiero poder ser capaz de decir sin más: “No la subas sola al teleférico porque me da miedo”. Soy consciente de que quiero estar casada con mi madre. Soy consciente de que no siempre tengo la razón, y ni siquiera a menudo. Pero soy consciente de que me da igual.
¿Pienso que esta es una perspectiva feminista?
Lo que quiero decir es: a veces me parece que, hoy en día, para las mujeres, el lenguaje del amor debería ser conseguir lo que sea que quieras. En las relaciones heterosexuales, las mujeres han realizado actos de servicio durante cientos de años. Es hora de que los hombres realicen más actos. Es hora de que los hombres escuchen.
Pienso que simplemente estoy muy enfadada. Por los años sin sufragio, las violaciones y las palizas y las insinuaciones sexuales, tanto hostiles como autocompasivas, lo del árbol, lo del teleférico. Alguien —lo llamaré Jackson— dijo: “No es justificable que me castigues por los pecados de todos los hombres”.
Hablé con la psicóloga clínica Orna Guralnik, estrella de la serie documental Couples Therapy, y me dijo que, de todos los libros sobre el amor y las relaciones, el de Chapman es el que ha tenido efectos más profundos en sus pacientes y en la cultura en general. Piensa que es porque, aunque no necesariamente estés de acuerdo con el desglose de los cinco lenguajes del amor, “la idea de que las personas son diferentes te da pie a pensar en la diferencia entre tú y tu pareja. La diferencia de tu pareja debería inspirarte curiosidad, en vez de a ser combativa”.
Reflexioné sobre esto. Me recordó algo que oí cuando estaba investigando para mi libro, Tres mujeres. Lina, una de las tres mujeres del título, me dijo: “No todo es culpa de mi marido […] Solo estás oyendo mi versión. Estoy segura de que, si oyeras la suya, pensarías: ‘Ah, quizá no es tan malo. Quizá todo sea ella”.
Quizá todo sea yo. Mi ideal de historia de amor es que quiero que Jackson sea mi padre. Quiero que sea mi madre. Quiero que sea Bruce Springsteen. Quiero que sea perfecto.
Así que, ya ven, no soy perfecta.
Tengo TOC. Pienso que, si no le doy a mi hija uno de sus animales especiales antes de que se vaya por la mañana, le ocurrirá un terrible accidente. Si Jackson la recoge de la escuela y no vienen directo a casa, y él no me ha contado el cambio de planes, llamaré como si nada algunos cientos de veces. Le insistiré suavemente con mensajes de texto como “Voy a llamar a la policía”.
No es que yo sea voluble sin más. En parte soy voluble porque he sufrido un trauma. En resumen: perdí a buena parte de mi familia antes de cumplir los treinta años, incluidos mi padre y mi madre —accidente de coche, cáncer— y después pasé muchos años viviendo completamente sola con mis miedos y dolores. Planeé y pagué un viaje a América del Sur con una amiga, pero me eché atrás la noche antes porque estaba segura de que una persistente jaqueca era un tumor cerebral. Como premio de consolación, fui a darme un masaje, y mientras la esteticista trataba de relajarme, me palpé los pechos en busca de bultos, encontré algo y salté de la camilla y me fui a urgencias.
En otra ocasión, estaba comiendo sola en la barra de un bonito restaurante del centro de Manhattan y me tragué una almeja en mal estado. La más estereotípica y cliché de las almejas en mal estado. La sensación en la boca era la de ese castigador gusto a podredumbre: el castigo que creo que los omnívoros como yo debemos soportar sin quejarnos. Y esta vulgar almeja mala causó la esperada cadena de acontecimientos en los anales de las almejas en mal estado. A pesar de que lo lógico era suponer que había sufrido una intoxicación, enseguida estaba segura de que tenía el cáncer de estómago que tuvo la madre de mi madre —no todavía el cáncer de pulmón que tuvo mi madre—, de modo que, cuando llegué a casa, dejé abierta la puerta de mi apartamento para que, si moría, me encontraran fácilmente. No quería apestar el lugar durante mucho tiempo.
En esos abisales años de hipocondría febril y dolor, me pasé los días y las noches caminando por todo Manhattan, explorando los rincones más lejanos y llanos de Battery Park, City Hall e ignominiosos muelles buscando que nada me recordara nada de lo que había amado y perdido.
Entonces encontré el amor. Pero estaba segura de que había vuelto a perder algo. Quedé embarazada. Sufrí un aborto. ¡Ja! ¡Yo tenía razón!
Tras quedar embarazada por segunda vez, fui a hacerme una ecografía porque había sentido algunos dolores. El médico me dijo que tenía una lesión en el páncreas que podría matarme en pocos años. Acabó siendo un error, pero que se tardó casi 8 meses en corregir. Durante 8 meses, mientras llevaba una nueva vida dentro de mí, viví pensando en que iba a morirme. Iba a dejar a mi nueva hija como mis padres me habían dejado a mí. Nada puede borrar los planes mortuorios que hice. Ni siquiera los recordatorios diarios de mi marido de que estoy viva y a salvo, al menos en este momento. Mi temor me domina. Estoy casada con mi temor. Intimo cada noche con mi temor.
Y eso. Tal vez mi marido tiene razón.
“Mi vida entera es un acto de servicio a ti. He reorganizado mis deseos en torno a tu miedo”, dice.
Cody Kommers, estudiante de doctorado en Oxford, escribe en Psychology Today que “tu principal lenguaje del amor no es solo la forma más directa de hacerte sentir amado. Es también tu mayor vulnerabilidad. Es donde más expuesto estás a que alguien te haga daño”. Ajá. Tal vez, cuando digo que quiero actos de servicio, me refiero en realidad a que Jackson me demuestre que: estoy aquí para ti. No me voy a ninguna parte. Nada más le sucederá a quien amas. No morirás antes de que tu hija esté preparada para que la dejes. Tendrás una de esas largas y benditamente insípidas vidas, y un día incluso puede que yo no me demore en hacer algo.
Jackson es un buen marido y un gran padre. Comprendo que acaso tenga razón cuando dice: “Con todo lo que hago, nunca es suficiente”. Tal vez debería tocarlo más. Tal vez debería rellenar su tanque de amor, en vez de esperar a que él obtenga el raro tipo de diésel que el mío necesita. Debo aceptar que mi verdadero lenguaje del amor es aliviar mi temor y puede que nunca consiga lo que quiero en ese aspecto.
Pero, entretanto, hay otros actos de servicio que deben realizarse. Resulta que sé que mi marido no se creerá que algo es real o correcto hasta que se publique en el Times.
Y eso.
Me sentiría profundamente amada si el árbol de Navidad no estuviese ahí por la mañana.
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