30 de octubre de 2024

Anécdotas del buen humor del general Álvaro Obregón

Hasta lo último bromeó: Al subir al Cadillac negro, el general Roberto Cruz, jefe de la policía, le dijo que se había revisado perfectamente el restaurante La Bombilla para comprobar que no se hubiera colado alguna nueva bomba (por aquello del atentado que sufrió meses antes).
-No se preocupe, general Cruz- le respondió Obregón sonriente-, siendo «La Bombilla» a donde vamos tendría que ser una bomba muy pequeña.

Se pueden decir muchas cosas sobre este personaje, que si en su momento el Hombre Fuerte de México, que si el Quinceuñas, que si el Manco de Santa Ana del Conde, que si los cañonazos de cincuenta mil, que si el invicto de la Revolución y tantas cosas más. Lo que si es cierto es que Álvaro Obregón es uno de esos personajes favoritos dentro de las miles de anécdotas del conflicto armado, durante y después de él.
Y es que de todos los personajes de esta parte de la historia, Álvaro Obregón es quizá de los pocos que dejan ver su buen sentido del humor,  hasta el grado de poderse reír de si mismo.
Por eso, en vez de escribir una larga biografía, me di el lujo de compartir estas historias que han pasado de generación en generación y que seguirán pasando.


EL RELOJ EN EL MUÑÓN


En cierta ocasión en que el general Álvaro Obregón miraba la hora en su fino reloj puesto en su muñón, le preguntaron por qué no lo usaba en el brazo bueno, el izquierdo, y contestó: “¿Y quién le va a dar cuerda, su chingada madre?”.

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El general decía que la única forma de esquivar a la muerte era despreciarla, mostrarle el puño y pasar por encima de ella.

Cuando un periodista le preguntó cómo había recuperado el brazo perdido, contestó sonriendo: “Muy fácil. Eché una moneda de oro al aire y mi brazo salió volando a cogerla”

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¡NO SE TE VAYA OLVIDAR, ‘GREÑAS’!


Eusebio Osuna nos cuenta:

En una de aquellas ocasiones, el invicto Manco de Santa Ana del Conde caminaba solitario por la plaza “13 de Julio” de Guaymas extasiado por el canto de los pájaros y el olor de las miles de florecitas de estación, que con gran cariño y esmero sembraba y cuidaba el “placero” don Alfredo Peralta. Los niños que se dirigían a la escuela veían con mezcla de admiración, respeto y temor, a aquel güero quemado por el sol de grandes bigotes entrecanos, sabiendo que era el meritito vencedor de Pancho Villa… el mero Hombre Fuerte de México.
Entonces, Obregón aceptó la invitación que le hizo un “bolerito” para asearse el calzado, sentándose en una de las viejas bancas de fierro fundido y tiras de madera pintadas de verde del histórico parque. Pronto ambos platicaban entusiastamente, más el niño,  mugroso y descalzo, pues don Álvaro sólo lo interrogaba de  vez en cuando, para provocar su plática y deleitarse escuchando sus respuestas vivas e inteligentes.
Así supo que el bolero se llamaba Manuel, que a la muerte de su padre tuvo que convertirse prematuramente en hombre para sostener a su pobre madre y dos hermanos menores, con el escaso dinero que ganaba aseando calzado en la vía pública.
Otro bolero largo, seco y moreno como vara prieta, quien interrumpió el palique, golpeando de pasada en la cabeza a Manuelito, mientras le decía
     — ¡No se te vaya a olvidar, “Greñas”!
     El niño casi entre dientes le repuso
     –¡Ni a ti tampoco, “Setagüi”!
     Luego fue otro limpia-botas chaparrito y gordo, vestido casi con harapos, quien al pasar le recomendó a Manuel:
     — ¡No se te vaya olvidar, “Greñas”!
     — ¡Ni a tí tampoco, “Uvari”, repuso el chico.
     Muy lentamente continuaba su trabajo Manuelito, interrumpido ahora por las preguntas del general y luego por nuevas recomendaciones de otros colegas boleros que al pasar le espetaban:
     — ¡No se te vaya olvidar, “Greñas”!
     Para todas las cuales, siempre tuvo la misma respuesta:
     — ¡Ni a tí tampoco… “Rengo”, “Sapo”, “Mocos”…!
     Al fin, Obregón convencido de la viveza del bolero, y conmovido por la dureza de su vida, la que enfrentaba con decisión de hombre maduro, le comunicó:
     — Mira Manuelito, tú eres un chamaco muy inteligente, muy listo.  Tu lugar está en una escuela.  Estoy seguro que con preparación llegarás a ser un hombre útil, un ciudadano valioso…
     — Pues sí general, pera la escuela no es para los pobres como yo -interrumpió-
     — Ahora mismo voy a dar instrucciones a las autoridades locales para que le fijen una pensión decorosa a tu madre y así puedas asistir con desahogo a la escuela… ya verás como vas aprender cosas interesantes… te voy a encargar con el profesor Dworak, y antes de lo piensas serás abogado o médico.
     En una pequeña agenda de bolsillo, el general apuntó el nombre y la dirección de la viuda, datos que le proporcionó el muchacho con los ojos húmedos por la emoción.
     — Bueno, Manuelito, pero ahora me vas a platicar del jueguito ese de no se te vaya olvidar… ¿qué traes con tu palomilla?, le interrogó don Álvaro.
     — Este… es que… me da pena contarle general…
     — ¿Por qué pena…?
     — ¡Es que es una leperada, mi general!
     — Anda…Anda… platícame que al fin los dos somos hombres y yo me sé todas las leperadas del mundo -le repuso Obregón con una risita pícara y bajando la voz, como invitándolo a la confidencia-
     — Bueno mi general… le voy a decir porque usted lo ordena, pero… cuando… cuando me dicen no se te vaya olvidar, me quieren decir, no se te vaya olvidar… no se te vaya olvidar ir a chingar a tu madre… y… y… pos yo les respondo ni a tí tampoco, explicó Manuelito, mientras guardaba trapos, cepillo y grasa con la cabeza gacha sobre el cajoncito de madera, para eludir la mirada de su interlocutor.
     La carcajada de Obregón, alegre y sonora, voló a confundirse con el escandaloso canto de los chanates que plagaban los viejos “yucatecos”.
     — ¡Ah que chamacos cabrones!, dijo mientras se ponía de pie, y le extendía al chico dos moneditas de $2.50 oro nacional.  Luego se despidió sin palabras, mesando el pelo sucio y largo del bolerito, con su mano única.
     El niño,  sofocado por la emoción, apretaba con fuerza aquella fortuna con su manecita sucia de grasa, y en su alma, la promesa que le hizo, ni más ni menos que El Hombre Fuerte de México.
     — ¡General…! gritó de pronto Manuelito con ansiedad, pensando en la prometida pensión para su madre…
     Obregón se detuvo como a unos veinte metros de distancia ya, y por toda respuesta volteó la cabeza…
     — ¡General… no se le vaya olvidar…!
     El Jefe de los Ejércitos Constitucionalistas, trémulo el bigote entrecano, repuso:
     — ¡Ni a tí tampoco, jijo de la rechingada—!


YA NO SERÁN CABRITOS SINO… CABRONES

Don Gilberto Escoboza Gámez también nos cuenta del General:

Cuando era presidente el general Álvaro Obregón, él y doña María su señora, se hicieron muy buenos amigos del embajador argentino y su esposa, al grado de que se visitaban con frecuencia. Por eso, cuando llegó la orden al diplomático de que regresara a Buenos Aires para otorgarle una nueva comisión, la embajadora brindó una cena a los Obregón, con varios platillos de cabrito, como se acostumbra en las Pampas.

La cena transcurría animada y muy complacida la embajadora veía cómo el general pedía más cabritos, entonces ofreció al presidente: «Cuando lleguemos a nuestra patria enviaré cabritos para que los prepare el cocinero de la Embajada y se los mande a su domicilio». Ante el ofrecimiento, Obregón exclamó:

         “Me parece un poco difícil, señora”.

         – ¿Por qué general? –preguntó la dama.

         “Porque cuando salgan de Argentina los animales van a ser unos cabritos, pero cuando lleguen a México, ya no serán cabritos sino… cabrones”

         En ese tiempo no había carreteras internacionales ni vuelos de pasajeros, siendo las comunicaciones muy lentas, solamente por barcos. Por eso temía el presidente que los cabritos crecieran en el trayecto.
    

EL RETRATO DE DON VENUSTIANO

En agosto de 1915 el Ejército del Noroeste, al mando del general de división Álvaro Obregón entró en la Ciudad de México, victorioso. Al frente de la primera columna iba su comandante, a caballo, flaqueando por su estado mayor. La marcha era hacia el Palacio Nacional. Los balcones y las aceras por donde iba la cabalgata estaban llenos de gente que aplaudía a los jinetes, en su mayoría jóvenes norteños, altos y robustos, portando ropa de kaki y sombrero tejano.

Cuatro a cinco cuadras antes de llegar al antiguo palacio de los virreyes, había una manta, de acera a acera, bajo la cual pasarían los revolucionarios, con una efigie mal dibujada de don Venustiano Carranza que, al verla uno de los generales, disgustado exclamó:

          “¡Qué mal pintado está el primer jefe!”, a lo que respondió Obregón:

         “Pero parece que quiere hablar don Venustiano”.

         Sorprendido el crítico de la efigie de Carranza, insistió:

         “Pero mi general, ese dibujo del señor Carranza está muy mal hecho”.

          A esto, el general Obregón repitió:

         “Parece que quiere hablar el primer jefe…” para luego agregar:

         “Para recordarle la madre al que lo pintó”.

   


CON LAS PIERNAS ABIERTAS

Era sabido que el general Obregón se sentaba con las piernas abiertas, al grado de que cuando viajaban en un tren ocupaba él solo, un asiento, con el consiguiente disgusto de otros viajeros. Esta molestia la causaba, por supuesto, cuando todavía no se encumbraba políticamente.

En una ocasión, siendo presidente municipal de Huatabampo, abordó un tren en Navojoa y al rato una señora con seis niños intentó acomodar a su prole en el asiento vacío y el que ocupaba el después general, cosa que resultaba imposible. El carro iba lleno y no podía disponer de otros lugares. Por eso la prolífica mujer exclamó en voz baja, como hablando para sí misma:

          “Sí el señor no abriera tanto las piernas, cabríamos todos en los dos asientos”.

         A esto don Álvaro respondió:

         “Y si usted, señora, no hubiera abierto tantas veces sus piernas, también cabríamos”.

  
EL JOVEN IMPERTINENTE

En 1916 después de la invasión de Villa a Columbus, Nuevo México, en Estados Unidos se desató una campaña periodística contra nuestro país, pidiendo a su presidente que declarara la guerra e invadiera México. Todo parecía que los yanquis invadirían el territorio mexicano.

El señor Venustiano Carranza opinaba que el divisionario Álvaro Obregón era el único general mexicano que podía detener durante un mes o más, al Ejército estadounidense, mientras la Secretaría de Relaciones Exteriores, hacía trámites para comprobar que ese asalto fue cometido por un hombre que se encontraba fuera de la ley y que también estaba causando grandes daños a México. Ante ese grave problema con que se enfrentaba el presidente Carranza, nombró al general Obregón secretario de Guerra.

Con ese motivo, los principales jefes del Ejército le brindaron un banquete en el centro de reuniones sociales “Son-Sin” (Sonora-Sinaloa), de la Ciudad de México. En la mesa del festejado se encontraban varios jefes revolucionarios y, sin saber cómo, estaba un joven a quien nadie conocía, pero todos pensaban que podía ser hijo de uno de los presentes; por eso le soportaban todas sus impertinencias al inmiscuirse en las pláticas de los militares.

         En una de sus impertinencias, preguntó a Obregón:

         -¿Cuántos años tiene usted, general?. Mi mamá dice que por su edad podría ser mi papá.

         El divisionario, aburrido de la presencia de aquel intruso, le respondió:

         “Pues dile a tu mamá que yo no quise”.

         Todos los presentes rieron ruidosamente por la ocurrencia del sonorense. Sólo el joven, calladamente y avergonzado salió del lugar.

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Y también se cuenta que…

El General Álvaro Obregón siempre conservó una foto donde estaban él y el escritor español Ramón María del Valle-Inclán que era manco del brazo izquierdo y ahí estaban los dos en la Plaza de Toros de la Condesa, aplaudiendo juntos, cada uno con la mano que le quedaba.

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LÁZARO, ‘PENDEJO CON INICIATIVA’  


Francisco Javier Baltierra nos dice:

A este personaje le disgustaba que los militares le atribuyeran sus derrotas a su mala suerte; tanto que un muchacho le preguntó a Obregón:

-¿Verdad mi general que la mala suerte existe?

-Por supuesto que existe, pero Dios la reparte solo entre los pendejos. 


A propósito de estos, en el año de 1923 el general Estrada, jefe de operaciones de Jalisco, se reveló contra el gobierno de Obregón. Este a su vez fingió que atacaría a Guadalajara, por Ocotlán, con las tropas de caballería del general Lázaro Cárdenas. Estrada cayó en el engaño y utilizó estrategias para repeler el ataque.

Mientras tanto Estrada envió a Rafael Buelna a enfrentarse a Cárdenas, a quien Obregón ordenó no pelear, solo distraer al enemigo, con el único fin de dar oportunidad a que otra columna Obregonista marchara sobre Guadalajara.

Pero Lázaro Cárdenas desobedeció las órdenes y respondió al ataque de Buelna, echando a perder la maniobra de Obregón y sufriendo una terrible derrota. Fue herido de bala en un pulmón y el segundo a su mando quedo sin vida. Mucho se molestó Obregón, quien al recibir la noticia por vía telegráfica, y dominado por la ira, exclamó:

-¡Maldito trompudo¡ ¡Claramente le ordené que no presentara combate, y el muy tarugo se pone a tomar decisiones idiotas por su cuenta¡ ¡Y claro, le rompieron cuanta madre tiene¡ ¡Dios nos libre de un pendejo con iniciativa¡. Siendo este dicho, el que dio origen a tan famosa frase.

EL REGALO DEL CARRO


Y se rumora que:
Un empleado de una importante armadora automotriz fue a obsequiarle un carro último modelo a Obregón. El presidente le dijo que no podía recibir tan costoso regalo, que mejor le pusiera precio para que él pagara. El empleado, que llevaba la consigna de hacer efectivo el obsequio a como diera lugar, le dijo al general Obregón:
-Muy bien, señor presidente. Déme un peso.
Ante esta inesperada respuesta, Obregón contestó:
-¿Sólo un peso? ¡Qué barato! Tenga dos pesos y tráigase otro carro.


Y por último…


Después de varias sesiones de trabajo en su propia casa, a las doce y media en punto del día 17 de julio de 1928, Obregón salió rumbo al restaurante «La Bombilla», en donde se había organizado un banquete en su honor y sería asesinado por León Toral. Al subir al Cadillac negro, el general Roberto Cruz, jefe de la policía, le dijo que se había revisado perfectamente el restaurante para comprobar que no se hubiera colado alguna nueva bomba (por aquello del atentado que sufrió meses antes).
-No se preocupe, general Cruz- le respondió Obregón sonriente-, siendo «La Bombilla» a donde vamos tendría que ser una bomba muy pequeña.