‘Laberinto Yo´eme’, un documental de Sergi Pedro Ros, recoge la lucha de esta tribu en la defensa ancestral de su territorio y del agua
POR ALEJANDRO SANTOS CID/EL PAÍS
El año en que el río comenzó a secarse, los pueblos de la comunidad yaqui se inundaron de metanfetaminas. Y con ellas, la violencia del narco irrumpió en este rincón apartado, perdido en los desiertos de Sonora, en el norte de México. Era 2010 y el recién construido acueducto Independencia comenzó a extraer litros y litros del cauce del río que da nombre a la tribu: su principal fuente de agua. Los yaquis se organizaron y empezaron una dura campaña. Reclamaban su agua, tan necesaria, tan escasa en la zona. 11 años después, decenas de sus activistas medioambientales han sido asesinados o se encuentran desaparecidos; las drogas han llegado para instalarse y la tierra, ya de por sí árida, se ha secado.
Esta es la realidad que narra Laberinto Yo´eme (el nombre originario de los yaquis), un documental de Sergi Pedro Ros —cineasta mexicano de origen valenciano— que se emite este mes en salas de cine. “De las personas que aparecen en esta película, cuatro han sido asesinadas, una murió de sobredosis y otra por causas desconocidas”, rezan los rótulos al finalizar la cinta. Pero desde su estreno en el circuito de festivales, en 2019, otros dos líderes yaquis que aparecen en el filme han sido asesinados: Tomás Rojo y Luis Urbano. Este lunes, se identificaron cinco cuerpos de miembros de la tribu que llevaban desaparecidos desde el pasado julio. Otros cinco continúan en paradero desconocido. El narco se ha instalado con fuerza en Loma de Guamúchil, Loma de Bácum, Tórim, Vícam, Pótam, Ráhum, Huirivis y Belem, los pueblos por donde se reparte esta comunidad de 40.000 habitantes. Por allí cruza la carretera federal 15, que une Ciudad de México con Nogales, en la frontera con Estados Unidos, lo que hace de la zona un punto caliente para el tráfico de drogas.
En la pantalla se ve un cauce seco. Una tierra llena de brechas, parcheada, cuarteada por la sequía. Perros, polvo, cactus y moscas como único atrezo. Un cementerio conformado por montículos de piedra y cruces hechas con dos palos atados por un cordel. Un personaje que posa de pie sobre un lecho vacío de cantos rodados que solía llevar agua. Después de cada testimonio, planos cortos de caras expresivas que miran a cámara. “Un río que llevaba vida ahora es un río muerto”, lamenta una voz.
En otra escena, un hombre quema una piedra de metanfetamina y aspira por un popote [tubo] blanco: “Para ti que lo estás viendo hay muchas maneras de ser feliz, de ahogar su dolor, pero yo encontré esta. Ojalá y la tuya sea otra, pero esta no conviene. Por esto perdí todo”.
No hay nombres, nadie se identifica. “Quien importa en la tribu es la comunidad, no la individualidad. Por eso no hay nombres en el documental, es un protagonista colectivo”, explica Pedro Ros, con un acento valenciano salpicado con expresiones chilangas, sentado en una terraza del Parque de las Américas, en Ciudad de México. Los yaquis constituyen un pueblo muy hermético, que siente un gran arraigo por su tierra, “que lejos de ser un territorio en paz sigue sufriendo un intento feroz de genocidio, porque la Tribu Yaqui tiene algo que no tiene ningún pueblo indígena de este país: un decreto presidencial de Lázaro Cárdenas [de 1940] que les reconoció el territorio. Les pide a cambio que el usufructo del río Yaqui sea 50% para México y el 50% para la tribu. Pero en la práctica no aprovechan ni un 5% del agua”.
Más que grabar un documental, Pedro Ros se convirtió en un activista de la lucha yaqui. Fue un testigo privilegiado de sus procesos, de su realidad. A lo largo de los cinco años que duró el rodaje, desarrolló una fuerte amistad con muchos de los protagonistas. Las maneras de ser del cineasta y las de la tribu casaron a la perfección:
“Ha sido un trabajo 100% de inmersión, colaborativo. Los yaquis son un pueblo que se vive a través de lo colectivo, y yo soy libertario, me gusta trabajar desde lo común, considero que la vida es en equipo, y también el cine”. “Creo que la esencia de lo yaqui está reflejada en la película, puedes entender y sentirte en su espacio cultural y emocional” añade.
Aunque un nivel de implicación así, también puede pasar factura. “Yo nunca me imaginé que fueran a asesinar a Tomás [Rojo Valencia] y a Luis [Urbano]. Te deja un dolor que no se te va a ir en la vida. Eran mis amigos”, se emociona.
“Tomás era uno de los líderes medioambientalistas más importantes de América Latina. Era un filósofo. Un conocedor supremo de su cultura, sabía todo el organigrama, toda la estructura, todos los protocolos, hablaba la lengua a la perfección. Era un luchador por su identidad, por su tierra. Un tipo muy complejo. Una vez él me dijo ’mira Sergi, yo soy capaz de sentarme con el diablo para defender a la Tribu Yaqui’. Tenía una capacidad de análisis político increíble. Lo mismo te hablaba de Foucault que de la teoría del caos que de física cuántica. Y, sin embargo, lo mataron”.
Todo empezó en 2014. Pedro Ros llevaba apenas un par de años en México, donde llegó gracias a una beca de estudio. En el festival de Cumbre Tajín, donde estaba presentando su primer corto, presenció por primera vez la danza del venado, un baile tradicional de la Tribu Yaqui. “Me flipó. Es una brutalidad, una expresión artística muy elevada”, recuerda. Después, la casualidad tuvo la culpa: la noche siguiente descubrieron que eran vecinos de tienda de campaña en el camping en el que se alojaban. Pasaron el resto del festival juntos. El último día, uno detrás de otro, los yaquis fueron confesándole al documentalista que eran adictos al cristal.
El festival acabó y no intercambiaron teléfonos. Los yaquis no tenían. Pedro Ros volvió a su casa en Ciudad de México. Comenzó a investigar.
“Empecé a preguntarme por qué un pueblo así tiene ese problema con la meta. Me entero de que existe el Acueducto Independencia, y de que están en lucha contra él. Pensé: ‘qué buena estrategia, retirar agua y meter droga”. Y, entonces, se obsesionó. “Pensé, ‘aquí hay una historia importante que alguien tiene que contar”. Dejó de dormir. Escribía 24 horas al día. Leía informes, notas de prensa, buscaba archivos, cualquier cosa que le ayudara a entender el pasado y el presente de ese pueblo tan fascinante.
Poco después detuvieron a dos líderes de la tribu y se organizó una conferencia de prensa en la capital. Pedro Ros fue y solicitó una entrevista. Así es como conoció a Tomás Rojo Valencia, “un personaje fundamental para los yaquis y para Laberinto Yo´eme”. Contra Rojo Valencia había una orden de aprehensión en Sonora. Escapó del Estado en el maletero de un coche y estuvo un año “exiliado” en Ciudad de México. “En ese año nos hicimos muy amigos. Convivimos muchísimo. Compartíamos los mismos ideales sobre el activismo”. Caminaban juntos por el monte, o quedaban para hablar de la vida, de política, de los yaquis, de la película, “de todo”.
“Tomás [Rojo Valencia] fue uno de los primeros precursores de la película”, continúa Pedro Ros. “Le conté que quería hacer un documental sobre la lucha de la Tribu Yaqui y los problemas que había en el territorio. Y Tomás era la persona en la que confiar. Él me dijo: ‘Ellos no nos conocen de nada Sergi. Se piensan que con metanfetamina van a terminar con nosotros. Tenemos que hacer esa película”. Y empezaron a trabajar.
La primera vez que Rojo Valencia llevó a Pedro Ros a su comunidad fue la Semana Santa de 2015, una de las celebraciones espirituales más importantes del pueblo yaqui. Normalmente, a la comunidad no le gusta que haya testigos extraños en sus tradiciones. Pero necesitaban que el resto del país se enterara de su situación. Al principio el documentalista no pudo usar su cámara, lo tenía prohibido. Cuando se acabaron las dos semanas acordadas, se presentó ante las autoridades tradicionales, el órgano de Gobierno más elevado de los yaquis, y solicitó quedarse unos días más y poder grabar. Aceptaron. Después de eso, volvió una decena de veces.
Todas las ocasiones iba acompañado de algún yaqui. Ellos colaboraban con lo que podían, hacían de ayudantes improvisados, “los soldados venían a cuidarme por la noche, siempre se quedaba uno a dormir conmigo”. La película se financió gracias a un fondo del Instituto Mexicano de Cinematografía de un millón de pesos (algo menos de 47.000 euros). El resto, lo puso de su bolsillo, de amigos, de familiares y a través de un crowfunding. “Ha sido una pérdida de dinero, pero no hay nadie que haya trabajado en esta película por la pasta, todos han trabajado por la Tribu Yaqui”, aclara.
La última vez que estuvo era 2019. Cumpliendo una promesa, acudió a la comunidad a estrenar la película. “Hicimos cuatro presentaciones y la última hubo más de 1.500 personas, una locura”. A pesar de que con la cinta ha ganado varios premios en festivales especializados, asegura que ese momento fue la mejor experiencia cinematográfica de su vida. “Llevé 500 sillas pensando que eran demasiadas y, no mames, se quedaron cortas. Había gente en caballos, en bicicletas, en motonetas, en camionetas, gente de pie… espectacular”.
Este martes, el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, pedirá perdón públicamente a la Tribu Yaqui, en un acto en Vícam, en el que también se firmará el Plan de Justicia del Pueblo Yaqui, que planea una inversión de 580 millones de dólares para “resarcir injusticias cometidas históricamente”.
“Si López Obrador quiere conocer el territorio yaqui lo que tiene que hacer es ver la película, estoy seguro de que alcanzaría a comprender mucho mejor los problemas de la tribu”, opina Pedro Ros.
Dice el mito fundacional de los yaquis, que un día, cuando la tribu aún no conocía la guerra ni el fuego, un árbol parlante les transmitió un mensaje: vendrán hombres de fuera a imponer sus costumbres; los yoris, el hombre blanco. De ahí en adelante, la vida de la tribu estuvo destinada a defender su tierra. “La luz no ha vuelto a brillar igual. La guerra no ha terminado” —narra una voz en off—.
“Desde entonces, los yoris nos dan caza. Hoy estamos inmersos en el laberinto yo´eme. Un desierto sin muros de caminos infinitos. No habrá paz hasta no encontrar la salida”.
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