Nada bueno puede pasar en un país en el que lo único que realmente ha crecido en los últimos tres años son el Ejército y los cárteles de la droga. Es decir, las dos entidades que poseen verdadero poder de fuego en nuestra sociedad.
por Jorge Zepeda Patterson
Mientras que la economía intenta regresar a los niveles de 2018 luego de la debacle y los distintos grupos sociales buscan reparar los boquetes abiertos por la tormenta, los militares han experimentado la expansión más importante que han tenido en las últimas décadas. No solo aumentaron filas y recursos al ver incrementados sus presupuestos mientras que el de otras dependencias bajaba o se mantenía estable; también recibió nuevas tareas y responsabilidades en la administración de áreas estratégicas que escapan a las actividades tradicionales de las fuerzas armadas: construcción de obra pública, administración de aduanas y puertos, gestión del nuevo aeropuerto y, algo inusitado, la promesa de reservar para el Ejército la explotación del Tren Maya, lo cual los convertiría en importantes empresarios del país. En otra ocasión he abordado el riesgo que supone para una sociedad ofrecer tal protagonismo a los militares y allí está la historia (antigua o reciente) para ilustrarlo. Pero ahora quisiera abordar algo que podría ser igualmente delicado.
Y es que, en la acera de enfrente, la del crimen organizado, la temporada tampoco ha sido precisamente de vacas flacas. Resulta más difícil cuantificar su crecimiento, pero las señales de su expansión están a la vista de todos. Regiones bajo su control en las que de plano los habitantes tienen que emigrar, intervención en las campañas electorales, control sobre carreteras. Y a su manera, al igual que el Ejército, han venido desarrollando habilidades financieras y empresariales de las que antes carecían. Basta ver su capacidad para sostener el ingreso diario de cantidades ingentes de combustible de contrabando, una verdadera empresa de importación masiva, pese a la acción conjunta de autoridades de México y Estados Unidos.
Hasta ahora los dos gigantes apenas han tenido algún roce. Las acciones del Ejército en contra del crimen organizado parecerían operaciones aisladas, destinadas a castigar actos considerados excesivos de parte de un capo, alguna salvajada inadmisible quizá, como si hubiese un código no escrito sobre lo que pueden y no pueden hacer. La recién creada Guardia Nacional, actualmente con cerca de 100 mil elementos, simplemente se ha desplegado por el territorio, pero con indicaciones evidentes de no enfrascarse en combate; y en las pocas ocasiones en las que, probablemente sin saberlo, han incursionado en zonas enemigas, así les ha ido. O están esperando completar su pleno desarrollo, lo cual podría tomar el resto del sexenio, o fueron pensadas simplemente como fuerzas de contención, pero no de confrontación. Una precaución que constituye el mejor indicador del tamaño de las fuerzas del crimen organizado.
La pregunta es ¿cuánto tiempo más transcurrirá antes de que el Estado mexicano tenga que dar esa batalla? Felipe Calderón lo hizo tan mal que los dos siguientes presidentes han preferido no meterse en esas honduras. El problema es que “esas honduras” cada vez se meten más con el resto de los mexicanos. Lo cual hace suponer que tarde o temprano esta confrontación tendría que darse.
Supongo que habrá un momento en que la desaparición de pasajeros en las carreteras, el colapso del transporte de mercancías, el riesgo de ser vetados por el turismo internacional o la indignación por niveles inadmisibles de inseguridad entre los ciudadanos, provocarán una presión tal sobre el Ejecutivo que este sea vea obligado a tomar cartas en el asunto. Aunque tampoco está claro que López Obrador quiera ser ese Ejecutivo. Podríamos estar equivocados; quizá esa es la razón de fondo para su polémico proyecto de poner a la Guardia Nacional bajo control del Ejército, pero incluso con esos refuerzos parecería que lo que le resta de sexenio resulta insuficiente para emprender una tarea que prefirió no hacer desde el principio.
También podría suceder que la confrontación de estas dos entidades, fuerzas armadas y crimen organizado, resulte de la inercia que supone las dificultades de convivencia sobre un mismo territorio. Si ambas continúan creciendo difícilmente podrían seguirse ignorando, como lo están haciendo hasta ahora. O entran en connivencia plena, lo cual sería el peor de los escenarios, o en enfrentamiento directo.
Difícil dimensionar la capacidad de fuego y el número de elementos con los que cuentan las bandas criminales. En algunos documentos especializados se ha dicho que 500 mil personas podrían estar vinculadas a estas organizaciones, pero es evidente que muchas de ellas no son necesariamente sicarios. No obstante, la cifra real tampoco sería mucho menor. Si consideramos que la actividad de los criminales no desciende a pesar de los 35 mil muertos anuales (alrededor de 200 mil en una década), y que la mayor parte de los caídos son ellos mismos en sus interminables disputas, resulta evidente que su capacidad de reclutamiento o su fondo de reserva es infinito.
Por su parte las fuerzas armadas, incluyendo la Guardia Nacional, estarían acercándose al medio millón de elementos. ¿Durante cuánto tiempo convivirán estas dos entidades con tal capacidad de fuego sin enfrentarse entre sí? Imposible saberlo, pero en tanto sean las únicas fuerzas que realmente están creciendo en este país, parecería una consecuencia inevitable.
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